¡Qué hay de nuevo… Viejo!
Por Araceli Mendoza
Las mujeres, siempre presentes en la vida diaria, y desde luego este artículo está dedicado a las madres, porque han tenido que sortear lo impensable desde la pandemia hasta el día de hoy en un mundo totalmente distinto.
Esas madres han impuesto su nuevo reglamento ante circunstancias en las cuales han tenido que implementar el día a día en la casa-oficina: ya no sólo la estufa es el escritorio de la casa; hoy existen varios lugares, tanto para el esposo como para los hijos.
Recuerdo cuando decía a mi mamá “eres como un general: todo debe marchar como tu dices y no hay más que tu palabra”. Y remataba con “¿por qué no te vistes de militar?”, a lo que ella respondía “estoy por ponerme el uniforme”.
Mientras los vecinos o amigos salían corriendo, sin desayunar, a la escuela, mis hermanos y yo teníamos que tomar el desayuno hecho por mi madre: avena y el huevo pasado por agua. En la escuela veía cómo muchos tomaban refrescos, en tanto mi madre nos ponía una cantimplora con agua de limón y una torta de nata, super rica.
Mi madre insistía en saber todo lo que hacíamos y dónde estábamos. Parecía que estábamos encarcelados. Tenía que saber quiénes eran nuestros amigos y, por supuesto, como el teléfono lo contestaba ella, se daba cuenta con quién hablabas (hoy es terrible que los niños no tengan amigos por no asistir a la escuela). Insistía en que si decíamos que íbamos a tardar una hora, tardáramos una hora, no dos.
Me da vergüenza admitirlo, pero hasta rompió la “Ley contra el trabajo de los niños menores” (situación que sí debe de implementarse ahora en casa, porque la madre no puede con todo) y hacía que laváramos los trastos, tendiéramos nuestras camas, hiciéramos la tarea de la escuela y muchas cosas más,
“Es lo menos que tienen que hacer”. Hasta creo que se quedaba despierta por la noche pensando en las cosas que podría obligarnos a hacer al día siguiente, tan sólo por molestarnos: lávate los dientes, cepíllate el cabello, respeta a los mayores, obedece… Hoy las veo: ponte el cubrebocas, lávate las manos, ponte gel, etc.
Siempre insistía en que dijéramos la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Así, entre tanta crueldad, transcurrió mi infancia.
Para cuando llegamos a la adolescencia, mi madre fue más sabia, pero nuestras vidas se hicieron más miserables. Nadie podía tocar el claxon para que saliéramos corriendo. Nos avergonzaba al extremo de obligar a nuestros amigos a llegar hasta la puerta de la casa a preguntar por nosotros.
Pasaron los años y todos sus hijos somos personas responsables. Hemos sabido superar las dificultades de la vida y desarrollar magníficas relaciones, tanto en la familia como en nuestros trabajos. ¿A quién debemos culpar?
Tenía razón nuestra “dura madre” general. Verán lo que hemos perdido: nada que valga la pena. Hemos descubierto que ella es la mejor del mundo. “Sólo con disciplina combinada con amor logras hijos responsables”.
Ahora que soy mayor, trato de educar a mis hijos como lo hizo mi madre, aunque los tiempos tienen factores totalmente distintos, como la tecnología y las redes sociales.
Es muy complicado, pero donde hay disciplina “de general” no hay factores que impidan ayudar a los que hoy son niños y mañana serán adolescentes y adultos, con una vida dentro de un mundo con factores muy cambiantes.
Desde luego, pienso que sí debe existir una estructura y el faro principal, con luz propia, es -ni más ni menos- la madre. Por lo tanto, pienso que nunca debes dejar de seguir la luz de ese faro, porque si llega a apagarse nadie, absolutamente nadie, te va a querer como ella, la que te acunó en su vientre.
Cuando una madre llega a la vejez y miras detenidamente sus manos, recordarás todo lo que hizo por sus hijos. Esas manos gentiles eran tan curativas en mi cabeza cuando llegué a tener temperatura, o el abrazo cálido cuando había reprobado un examen o había peleado y llegaba con un ojo morado.
Sus manos me ayudaron muchas veces a hacer trabajos de la escuela con su creatividad y dedicación. Manos que amarraron mi primer par de zapatos: manos que cocinaron tantas comidas y bañaron mi cuerpo cuando fui bebé, untaron ungüentos en mi pecho cuando tenía tos.
Sus manos también me habían dado nalgadas cuando ameritaba un castigo, y que me habían acariciado cuando necesité ternura.
Sus manos gentiles fueron mi introducción al calor y al amor. Su melodiosa voz cantó las primeras canciones que escuché. Fue en sus ojos donde por primera vez vi y encontré el sentido de mi propio valer.
¡Feliz día de la Madre!
quehaydenuevoviejo760@yahoo.com.mx
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