Por: Fernando Silva El mal hábito alimenticio de un alarmante número de personas en el mundo han generado frases como «Dime qué comes y te diré quién eres» del filósofo Jean Anthelme Brillat-Savarin, autor del primer tratado de gastronomía, o «Somos lo que comemos» del también filósofo y antropólogo Ludwig Feuerbach, que la dejó escrita en su libro «Los humanos somos lo que comemos». Ambas locuciones se entienden como una exhortación para hacer conciencia sobre el grave efecto que tiene en la salud el consumo de la «Comida basura» (Junk food) que en la actualidad, no es otra cosa que la perversa e irresponsable producción y comercialización de mercancías bajas en nutrientes y con alto contenido de azúcar, sal, grasa, sodio, saborizantes artificiales, conservadores… y que desgraciadamente la gente que las come o bebe excesivamente, incrementa el riesgo de sufrir obesidad o patologías como diabetes, hipertensión arterial, aterosclerosis, enfermedades cerebrovasculares, renales, hígado graso e incluso cáncer, además de que el cerebro —alterado por los químicos utilizados— libera dopamina de manera no natural, lo que genera una deplorable y peligrosa adicción, similar al que causan drogas como la cocaína y la heroína. Entonces ¿por qué estos productos están a la venta y, lo más trascendental, al alcance de menores de edad? Asimismo, cualquiera que haya leído una etiqueta «nutrimental» —en letras pequeñísimas— puede darse cuenta que están llenos de químicos difíciles de pronunciar.
En ese sentido, se supone que la Organización Mundial de la Salud (OMS) es el organismo que gestiona y armoniza las acciones de los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en las políticas del sector salud, de protección social, promoción, prevención e intervención para el bienestar de la humanidad, pero en cualquiera de sus formas, la mala nutrición en el mundo alcanza cifras pandémicas, constituyendo uno de los principales desafíos para la salud pública en la mayoría de las naciones, por lo que personas de todas las edades y condiciones económicas hacen frente a enfermedades relacionadas con el régimen alimentario, sin saber que buena parte de los empresarios de la industria de la alimentación son corresponsables del conjunto de circunstancias que pervierten el sano vínculo entre la alimentación y la salud. Por ello, en la mentada agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, la FAO, Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (ONUAA) plantea una posición transformadora y con nuevos desafíos que deben superarse si hemos de vivir en un mundo sin hambre, inseguridad alimentaria ni malnutrición en ninguna de sus formas, en donde todos: Sociedad, gobiernos e industrias nos comprometamos a respetar las normas en bien común, considerando el acatamiento de los derechos humanos y de las especies animales y vegetales, así como en consideración a los recursos naturales y la ecología. No obstante, demasiados países no experimentan un crecimiento económico sostenido como parte del tan esperado progreso, a lo que habrá que agregar los conflictos bélicos y su consecuente inestabilidad, circunstancias que desencadenan un mayor desplazamiento de personas hacia las naciones que controlan lo esencial del poder político y económico en el mundo. En el informe de la FAO «El Estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2020» se revela que «En 2020, la pandemia de la COVID-19, así como los brotes sin precedentes de langosta del desierto en África oriental, están empeorando las perspectivas económicas mundiales de un modo que nadie podría haber anticipado, y es posible que la situación sólo vaya a peor si no se actúa con urgencia y se toman medidas sin precedentes. La estimación más reciente para 2019 muestra que antes de la pandemia de la COVID-19, casi 690 millones de personas, es decir, el 8.9 por ciento de la población mundial, estaban subalimentadas. Esta estimación se basa en nuevos datos sobre población y suministro de alimentos y, lo que es más importante, nuevos datos de encuestas por hogares que permitieron revisar la desigualdad del consumo de alimentos en 13 países.» De este número de personas, 155 millones son menores de cinco años con malnutrición crónica, y dos mil millones de personas carecen de micronutrientes, lo que se conoce como «hambre encubierta». Tres datos que no dejan de inquietar. El primero, si evitáramos la muerte de ganado y con ello se prescindiera del costoso proceso en la producción de cárnicos, el dinero utilizado, así como los granos, semillas, oleaginosas, derivados y el agua empleada, bastarían para eliminar el hambre en el mundo, la deforestación y la contaminación de ríos, lo que elevaría la calidad de vida de todas las personas y, de paso, del ganado ovino, bovino o vacuno, porcino, caprino y equino. Segundo, tan sólo un día de gasto militar internacional alcanzaría para salvar del hambre a 34 millones de personas. Y tercero, según la FAO, factores como el consumo excesivo de alimentos hacen que los países industrializados tiren a la basura anualmente 670 millones de toneladas, por lo que una cuarta parte de esa comida desperdiciada bastaría para eliminar el hambre en el mundo. Es angustiante saber como algo que debería ser categórico para aliviar vitales derechos humanos y naturales como lo es la alimentación, la ecología y la protección de las especies, se combina con los nocivos hábitos alimentarios de gente que simplemente ignora las consecuencias a su salud al comer y beber productos basura. Es importante hablar de ello, al menos, con nuestros seres queridos.
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